JAPÓN: Revolución, occidentalización y milagro económico.
Introducción.
El triunfo mundial del capitalismo es el tema más importante de la historia de la segunda mitad del siglo XIX. Era el triunfo de un nuevo tipo de sociedad que creía que el desarrollo económico radicaba en la empresa privada competitiva y en el éxito de comprarlo todo en el mercado. Se consideraba que una economía de tal fundamento, que descansaba en las sólidas bases de una burguesía, no sólo crearía un mundo de abundancia convenientemente distribuida, sino de ilustración, razonamiento y oportunidad humana siempre creciente. En resumen: un mundo en continuo y acelerado avance material y moral. Los pocos obstáculos que permanecieran en el camino del claro desarrollo la empresa serían oportunamente barridos.
La historia de este período se caracteriza por un masivo avance de la economía mundial del capitalismo industrial, del orden social que representó, de las ideas y creencias que parecían legitimarla y ratificarla: en el racionalismo, las ciencias, el progreso y el liberalismo. Ciertas regiones del mundo alejadas de Occidente y ajenas al capitalismo, ante la asidua presión de éste por lograr penetrar en sus economías, se vieron obligadas a elegir entre una resistencia resuelta de acuerdo con sus tradiciones y modos de vida y un proceso traumático de “modernización”.
Ante esta lógica se encontraba Japón de mediados del siglo XIX, asediado ante la presión de potencias extranjeras y en plena crisis de su sistema militar de régimen señorial y shogunal. Esta situación obligó a Japón, a partir de 1866, a llevar adelante un proceso de transformación económica, política y social, conocido con el nombre de Revolución Meiji, que supuso el punto de partida de la moderna sociedad japonesa.
La Revolución Meiji.
La Revolución Meiji constituye el punto de arranque de la formación de la moderna sociedad capitalista. Algunos autores la inscriben en la línea de la Revolución Francesa, ya que logró acabar con el régimen señorial y feudal, posibilitando la unidad nacional del país. Pero, a su vez, se desvió del significado histórico del caso francés, al desembocar en la instauración de una monarquía absoluta y no en una democracia liberal.
La historia de la Revolución Meiji plantea dos tipos de problemas: uno que hace referencia a la transición del feudalismo al capitalismo y, por otra parte, un problema referente a la estructura histórica específicamente japonesa que convierte a la Revolución Meiji en un “arquetipo” de la revolución burguesa.
A diferencia de la Revolución Francesa, la Revolución Meiji se llevó a cabo “desde arriba”. A menudo se han atribuido sus causas a presiones externas, que obligaron a la apertura de Japón. Pero, por sí solas, estas fuerzas exteriores no habrían conseguido modernizar una sociedad, sin una evolución económica interna de características capitalistas que se estaba gestando en el interior de la economía feudal de Japón. La Revolución Meiji es un proceso donde convergen tanto la evolución interior como las influencias exteriores.
Hacia mediados del siglo XIX, la presencia de fuerzas extranjeras en el Pacífico era un hecho. El problema de la confrontación con Occidente había preocupado a los japoneses durante largo tiempo. Ciertamente, la victoria de los británicos sobre China en la primera Guerra del Opio (1839-1842) había demostrado las posibilidades ilimitadas de actuación de los occidentales. Ante sus ojos, Japón no era más que otro país oriental, o al menos lo consideraron igualmente predestinado a convertirse en víctima del capitalismo, debido a su atraso económico y su inferioridad militar.
La introducción de Estados Unidos en el Pacífico puso definitivamente a Japón en el centro de los intentos occidentales para “abrir” sus mercados de la misma manera que la Guerra del Opio había abierto los de China. La resistencia directa era imposible, según demostraron las débiles tentativas de organizarla. Las simples concesiones diplomáticas no eran más que un recurso temporal. Ya en 1853-1854, el comodoro Perry de los EE.UU les obligó a abrir determinados puertos mediante el uso habitual del método de la amenaza naval. En 1862 los británicos, con total impunidad, bombardearon la ciudad de Kagashima como represalia por la muerte de un inglés. La presencia de las fuerzas occidentales era, ya a esta altura, un hecho absolutamente consumado.
La defensa de la independencia del país, frente a la presión de las potencias extranjeras, representó un desafío para el régimen feudal de los Shogunes, carentes de respuestas ante la amenaza y en plena crisis estructural. Esto imponía la necesidad de una transformación rápida del mismo, en un estado moderno. Tal transformación implicaba inevitablemente un proceso revolucionario. A diferencia de la revolución burguesa occidental del tipo clásico, que terminó con la estructura del estado absolutista y posibilitó la instauración de una sociedad moderna y democrática, en Japón, y debido a sus características estructurales internas, la restauración y la apertura del país ante la presión de circunstancias externas se vieron orientadas hacia la formación de un estado absoluto y oligárquico, cuya alternativa política era la restauración del régimen imperial contra el poder shogunal.
En 1868 se proclamó finalmente la Restauración Meiji con el traspaso del poder estatal del shogun al emperador. Esto inició un proceso político económico y social que, tras unos diez años de disturbios y revueltas agrarias provinciales, condujo a la modernización del aparato del estado y a la unidad nacional. Por tal razón, se supone el punto de partida de la moderna sociedad japonesa.
Para llevar a cabo esta tarea de “modernización” se necesitaban ante todo recursos económicos, con objeto de dominar a los nobles resistentes, reprimir las revueltas provinciales y las agitaciones campesinas, indemnizar a los propietarios señoriales y feudales, proteger y fomentar la industria e instalar la producción de manufacturas estatales. También había que modernizar y equiparar el estado, las fuerzas armadas y el sistema burocrático. Debido al escaso desarrollo del capital industrial, el nuevo gobierno se vio obligado a buscar sus recursos financieros en la tierra y en los impuestos territoriales tomados de los antiguos censos señoriales. Pero, con el fin de adaptarlos a las nuevas necesidades del estado, dichos tributos, que se recogían en especie, se transformaron en impuestos en dinero. Estas modalidades financieras, establecidas por el gobierno de la restauración constituyeron el punto de arranque de las reformas agrarias.
En cuanto al desarrollo temprano del capitalismo, el caso japonés presentó grandes diferencias con respecto a la Europa occidental. Mientras que en Occidente las manufacturas estatales centralizadas fueron desapareciendo durante la revolución burguesa, en el Japón se desarrollaron por todo el país las fábricas del estado: arsenales y siderurgias. Las fábricas de hilados y tejidos fueron rápidamente modernizadas a través de un proceso conocido como revolución industrial “desde arriba”. El número de manufacturas del estado era muy elevado, alcanzaron su apogeo en la década de 1870-1880. A partir de 1880, éstas empresas protegidas por el gobierno absolutista pasaron, mediante subasta pública, a manos de ricos capitalistas monopolistas, como Mitsui y Mitsubishi, que mantenían estrecho contacto con el estado.
La revolución japonesa, al no abolir las relaciones feudales de la propiedad territorial, permitió el desarrollo de la actividad del capital comercial y usurario de tipo antiguo, impidiendo la libertad y autonomía del campesinado independiente y de los pequeños o medianos productores de mercancías. Así pues, mientras que la revolución burguesa de tipo clásica supuso, gracias a la abolición de las trabas feudales de producción y propiedad, el primer paso a la subordinación de capital comercial al capital industrial, el capitalismo nipón siguió pautas diferentes. La revolución industrial y la transformación del capital comercial en capital industrial se llevaron bajo el dominio de los ricos capitalistas monopolistas, eso es lo que le confiere una estructura esencialmente distinta a la del capitalismo de Europa occidental. Queda claro que esta peculiar estructura vino determinada por el régimen agrario y la propiedad territorial feudal, que aseguraron la supervivencia y multiplicación de las relaciones feudales de producción en la agricultura japonesa.
El inicio de la occidentalización.
Los activistas revolucionarios (jóvenes samurai) reconocieron que, para llevar a cabo su objetivo de salvar al país, era necesario un proceso de occidentalización sistemática. En 1868 muchos habían tenido contacto con el extranjero, algunos hasta habían viajado al exterior. Todos reconocían que la conservación implicaba transformación.
La fuerza motriz para la transformación del Japón era para ellos la occidentalización. Occidente contaba claramente con el secreto del éxito y por lo mismo había que imitarlo a toda costa. Tomar un conjunto de valores e instituciones de otra sociedad representaba un intento del todo sorprendente, traumático y problemático. El intento no podía llevarse a cabo de una manera superficial y poco controlada, sobre todo en una sociedad profundamente distinta de Occidente como la japonesa. Muchos se lanzaron, con exagerada pasión, a su tarea de paladines de la occidentalización. Para algunos, la renovación parecía implicar el abandono de todo lo que fuera japonés, en cuanto consideraban que todo el pasado era bárbaro y atrasado. Las propuestas llegaban hasta la renovación de la raza japonesa, considerada genéticamente inferior, mediante el entrecruzamiento con la “raza superior” occidental, sugerencias basadas en las teorías occidentales del racismo social darwinista, que realmente encontraron un apoyo en las más altas esferas de Japón. Ciertos estilos de la vida de occidente, como el vestuario o la alimentación, fueron menos adoptados que la tecnología, los estilos arquitectónicos y las ideas de Occidente. ¿Acaso la occidentalización no implicaba el abandono de todo lo oriental, incluido el emperador?
La occidentalización planteó aquí, al contrario de lo ocurrido con la adopción de elementos chinos, un gran dilema. Porque “todo lo de Occidente” no constituía un sistema sencillo y coherente, sino que se trataba de toda una complejidad de instituciones e ideas rivales. En la práctica, los japoneses eligieron: El modelo británico, que sirvió naturalmente de guía en cuanto al ferrocarril, el telégrafo, las obras públicas, la industria textil, y muchos de los métodos de negocio. El patrón francés inspiró la reforma legal y la reforma del ejército. Las universidades debieron mucho a los ejemplos alemán y norteamericano, así como la educación primaria, la innovación agrícola y el correo. En 1875-1876 fueron empleados bajo supervisión japonesa entre quinientos y seiscientos expertos extranjeros y en 1890 unos tres mil.
Pero la elección de aspectos referentes a lo político e ideológico era más compleja. Japón rivalizaba políticamente con los sistemas de los estados burgueses liberales de Gran Bretaña y Francia. El liberalismo era naturalmente opuesto al estado absolutista, adoptado luego de la Restauración. A su vez, la occidentalización, ¿no entrañaba la adopción de las ideologías que fueron fundamentales para el progreso de Occidente, entre ellas el cristianismo?.
Al cabo de un tiempo había tomado cuerpo una fuerte reacción contra la occidentalización sistémica y el modelo liberal. Esta reacción se manifestó en la constitución de 1889, sobre todo mediante una reacción neotradicionalista que virtualmente inventó una nueva religión centrada en el culto al emperador: el sintoísmo. La combinación de neotradicionalismo y modernización selectiva fue lo que prevaleció. Sin embargo, existía una fuerte tensión entre aquellos para quienes la occidentalización significaba una revolución total y los que creían que era la clave del progreso económico. Más allá de las contradicciones internas, Japón llevó adelante un increíble proceso de modernización que lo convirtió en una formidable potencia moderna. Difícilmente podía imaginarse que, al cabo de medio siglo, Japón sería una gran potencia capaz de derrotar a sus pares europeos en un enfrentamiento armado.
Luego de la Restauración, el gobierno Meiji tuvo como tarea el cumplimiento de dos objetivos principales. Por un lado, la decisión de fortalecer el ejército, es decir, de desarrollar un poderío militar que le permitiera a Japón equipararse con Occidente. Esto significó el comienzo del desastre, ya que es un aspecto relevante para explicar el origen de los conflictos que llevaron a Japón a participar en la Segunda Guerra Mundial. El segundo objetivo de la política Meiji estuvo dirigido al desarrollo económico del país. Este fue sin duda el aspecto más exitoso y duradero de la Revolución.
El milagro económico.
La guerra dejó a Japón con grandes problemas: unos diez millones de desocupados, gran cantidad de excombatientes que quedaron desmovilizados, destrucción general de viviendas y plantas industriales, una inflación creciente, etc. Las pérdidas materiales debidas a la guerra se han calculado en una cuarta parte de la riqueza nacional. Aún así, no todas las consecuencias eran adversas. El desempleo quería decir que había gran cantidad de mano de obra lista para ser empleada, la guerra había elevado también el nivel de tecnología y de capacidad de la producción de la industria pesada, en el sector de hierros, acero, maquinarias y químicos.
Además de hacer uso de estas ventajas, el Japón contó con la ayuda de EE.UU. En un primer momento, la ayuda estuvo destinada a lograr la autosuficiencia nacional, tomar medidas para poner fin a la inflación (el plan Dodge 1949), sumadas a inyecciones sustanciosas de capital y tecnología avanzada.
Lo que representó un verdadero estímulo para el capitalismo japonés fue la guerra de Corea de 1950. Esta guerra llevó a EE.UU. a invertir veintitrés mil millones de dólares en gastos militares. Las fuerzas de ocupación ordenaron que las fábricas de armamento cerradas fueran puestas en servicio, a plena capacidad productiva, representando un gran estímulo para la producción japonesa. A su vez, EE.UU. impulsó el comercio japonés sobre todo el sudeste asiático y auspició los tratados de reparación bajo los cuales Japón estaba obligado a proveer de artículos y servicios a los países que antes había ocupado. Nada de esto hubiera sido posible sin una regeneración de la propia industria japonesa. A partir de 1946 se crearon en Japón una serie de instituciones económicas, financieras y bancarias con el fin de estimular la recuperación económica. El Consejo de Estimulación Económica fue creado con la misión de coordinar la producción, y el Banco de Reconstrucción con la de canalizar capital a determinadas industrias. A su vez, en 1948, se conformó el Consejo de Estabilización Económica destinado a elevar los niveles de producción, y al año siguiente se estableció el Ministerio de Industria y Comercio Exterior.
Estas instituciones, junto a la contribución de EE.UU., habían echado los cimientos sobre los que se erigiría el espléndido edificio del desarrollo económico japonés. A ello contribuyeron varios factores además de una consistente política de apoyo oficial. La economía mundial había entrado en un período de expansión, la industria japonesa disfrutaba de buenas relaciones laborales, esto facilitó el desplazamiento de mano de obra a las industrias y a los empleos de productividad superior, que habían de ser la clave del subsiguiente desarrollo. Otros factores fueron la transferencia tecnológica de EE.UU. a Japón, los cambios sociales como la reforma agraria y el desarrollo de los sindicatos, que contribuyeron a la mejora de la distribución de la ganancia y a una expansión del mercado interno. Con estos estímulos la industria japonesa primero se recuperó y luego se expandió.
En los años ´60, la economía japonesa estaba dominada por un número relativamente pequeño de fabricantes a gran escala, como Mitsubishi, Mitsui, Sumtono y Fuji, cada una de las cuales contaba con más de setenta empresas afiliadas. Aparte de estas agrupaciones había varias empresas de líneas de producción relativamente nuevas, como artículos electrónicos y automóviles. Entre ellas figuraban nombres hoy mundialmente famosos como, Hitachi, Toyota, y Nissan. Gracias al control del M.I.C.E. sobre el comercio exterior, todas gozaban de cierta protección contra la competencia extranjera, en tanto competían por una posición en el mercado interno. Otra característica de ésta época es el desarrollo de productos que necesitaban de tecnología avanzada y de fuertes inversiones de capital: industrias como el acero y la petroquímica, la producción de artículos de consumo, cámaras fotográficas, televisores, motocicletas y al final también, automóviles. Japón se estaba convirtiendo en uno de los mayores productores del mundo de barcos, cámaras, televisores y automóviles. En 1970, algo más del 30% de las exportaciones iban a EE.UU, alrededor del 15% a Europa occidental y más del 15% al sudeste asiático, donde los principales compradores eran Hong Kong, Tailandia, Filipinas y Singapur.
A fines de 1973 comienza el período de la crisis del petróleo. Ésta generó en la economía mundial cambios que pusieron fin a la fase japonesa de un crecimiento económico excepcionalmente rápido. Como país que dependía del petróleo, Japón sufrió un enorme aumento en sus facturas de importaciones y una subida general de los precios. La subida de los precios del petróleo tuvo su mayor impacto en los mayores usuarios de energía, como la industria del acero y la petroquímica. Por otro lado, la recesión mundial provocó una caída en la demanda exterior de productos, como barcos, maquinarias y herramientas. Al sobrevenir estos cambios, los políticos del M.I.C.E. japonés decidieron dar una nueva orientación a la industria: alejarse de las que tenían fuerte dependencia de las materias primas importadas y acercarse, sobre todo mediante innovaciones tecnológicas, a las que reflejaban valores mas altos y nuevos. En ésta categoría se incluía la industria automovilística, en 1980 Japón producía más coches que EE.UU. A su vez, la industria informática cobró un gran auge.
El cambio de relación entre importaciones y exportaciones había puesto la balanza comercial japonesa con un saldo positivo durante veinte años. Esto permitía salidas sustanciales de capital a largo plazo, que al cabo de algunos años convirtieron a Japón en uno de los principales países acreedores del mundo. A fines de 1987 las inversiones directas japonesas en el extranjero habían alcanzado los veintitrés billones de dólares. EE.UU, era el país donde se destinaba la mayor parte de las inversiones, en él se encontraban seiscientas fábricas japonesas, un centenar aproximadamente de las cuales eran de electrónica, automóviles o de otro tipo de maquinarias.
Conclusión
La Revolución Meiji marcó el inicio de la moderna sociedad japonesa, introduciendo un proceso de modernización a la manera occidental. Ya en la segunda mitad del siglo XIX, el desarrollo y el triunfo mundial del capitalismo, y de las ideas y creencias que parecían legitimarlo, estaban avanzando en ciertas regiones del mundo alejadas de Occidente y hasta entonces ajenas al capitalismo. La resistencia a la presión externa no tenía lugar, y la modernización se presentaba como el único medio de conservación.
Durante cien años el conflicto entre ser asiático y ser moderno a la manera occidental fue un tema constante en la vida japonesa. El primer intento de modernización se dio durante la Revolución Meiji: la occidentalización era la fuerza motriz para la transformación de Japón, pues Occidente contaba con la clave del éxito y, por lo tanto, había que imitarlo.
Todo lo ocurrido después de 1945, parecía fortalecer la tendencia a lo moderno. La democracia parlamentaria, el gobierno burocrático, la estructura empresarial, los sindicatos, el sistema educativo, etc. Todo tenía su origen en la cultura europea y norteamericana. Igual pasaba en todos los aspectos de la vida cotidiana: autobuses y trenes, las oficinas y las fábricas, la televisión, el periódico, el vestido, incluso la comida. Por lo tanto se impone una pregunta: ¿qué hay en la sociedad japonesa luego de un siglo de modernización que merezca el calificativo de asiático?. Podríamos contestar diciendo que muy poco. La mayor parte de la población ha recibido una educación con autores como Shakespeare, o Tolstoi, y en cuestión de política las orientaciones están entre un conservadurismo a la occidental y el marxismo que sigue teniendo vigencia.
Por otro lado, nos falta decir que el código ético sigue siendo en gran parte confuciano. Tampoco hay que ignorar la religión como vínculo con la tradición ya que, luego de la guerra, ha habido un considerable auge de movimientos religiosos nuevos, la mayor parte de los cuales afirma tener antecedentes tradicionales.
Estos fenómenos no son algo “moderno”, ciertamente no son occidentales. Pero, por otra parte, quizás no sea sensato llamarlos asiáticos. Gran parte de la cultura y la tradición japonesa remonta sus orígenes a culturas de fuera de Japón, pero los elementos de éstas habían quedado tan completamente asimilados con el paso del tiempo que habían llegado a ser de hecho japoneses. Es en éste sentido en el cual Japón no representa una identidad asiática definida autoconcientemente, ni se lo puede enmarcar dentro de un conjunto de rasgos definidos como occidentales. Japón debe ser comprendido como un pueblo que presenta características que le son propias y que lo convierten en una nación económica y culturalmente única.
Bibliografía.
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- Takahashi, Kohachiro, “Del Feudalismo al Capitalismo.”. Crítica, Barcelona, 1986.
- Hobsbawm, Eric,. “La era del capital, 1848-1875.”. Crítica, Barcelona, 1998.
- Hobsbawm, Eric, . “La era del imperio, 1875-1914”. Crítica, Barcelona, 1998.
- Muto Ichiyo, “Lucha de clases e innovación tecnológica en Japón”, Antídoto, Bs. As., 1996. .
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