Gertrude Bell.
El 14 de agosto de 1868, en las páginas del diario londinense The Times, aparecía una noticia que, en principio, parecía no tener más destinatarios que los ojos de los aristócratas victorianos que visitaban las noticias sociales para encontrar un dato que comentar en el próximo party. Ese día, consignaba el periódico, llegó al mundo Gertrude Margaret Lowthian Bell, fruto del matrimonio formado por Hugh y Mary Shield Bell. La niña tenía el cabello rojo y penetrantes ojos de un verde azulado. Además de un ilustre linaje, había heredado de los Bell la energía, la inteligencia y la determinación que hicieron famosos a varios representantes de la rama paterna.
Como de otras jóvenes de su clase, de Gertrude se esperaba que se quedara en casa -a diferencia de su hermano, que sería enviado a Eton- y adquiriese ciertas habilidades: el manejo de al menos dos idiomas, labores con la aguja, algo de pintura, y quizás tocar algún instrumento. Pero por sobre todo, debía aspirar a ser una buena esposa y madre.
Sin embargo, el destino le tenía preparada otra suerte. Al igual que su padre y abuelo, asistiría a la universidad, terminaría con éxito más de una carrera, se adentaría en mundos desconocidos y exploraría sus dudosas fronteras. Su universo estaba en otro lado: Arabia, Egipto, Siria y, en particular, Irak, en cuya historia dejaría huellas.
Gertrude Bell vivió siempre rodeada de hombres. Ricos, poderosos, diplomáticos, jeques, amantes y mentores. Su figura frágil en apariencia era el epicentro de un círculo masculino, ya se encontrara éste en Londres, El Cairo, Bagdad o el desierto. Por eso, cuando la Real Sociedad Geográfica se reunió en la capital del Imperio la lluviosa tarde del 4 de abril de 1927 para rendirle tributo casi un año después de su muerte, los hombres presentes no dudaron en considerarla "la mujer más poderosa del Imperio Británico después de la Primera Guerra Mundial". Los rumores la señalaban (con razón) como "el cerebro oculto de Lawrence de Arabia" y unos cuantos enterados sugirieron que "había marcado los límites del desierto para Winston Churchill".
Los miembros de la Sociedad rememoraron la vida de la homenajeada antes de la Gran Guerra: una hermosa muchacha solitaria en el poco delicado mundo musulmán de Medio Oriente; una autora famosa que escribía sobre los árabes con más autoridad que muchos eruditos; una arqueóloga reconocida, una viajera infatigable que cenaba en un campamento beduino con vajilla de plata y cristal, que montaba habilidosamente a caballo o a camello ataviada con finas sedas y se internaba en las zonas más peligrosas de Arabia.
Estos caballeros también habían escuchado decir que era una espía y que, durante la Primera Guerra Mundial, se infiltró en las filas enemigas a fin de conseguir información para los británicos. Recordaban cómo la había descripto su amiga, Vita Sackville-West, fascinada por su "incontenible vitalidad" y su capacidad "para hacer sentir a la gente que su vida era algo pleno, precioso y apasionante". No obstante, durante esa visita a Irak en 1926, Vita advirtió la fragilidad que estaba quebrantando la salud de su admirada amiga. La vida de Gertrude Bell llegaría a su fin dos días antes de cumplir los 58 años. Las arenas del desierto, desde hacía tiempo, la habían proclamado como su más hermosa reina.
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